jueves, 25 de mayo de 2023

UN BLANCO SAINETE

 UN BLANCO SAINETE

Recuerdo que me desperté temprano, pensando en la tarta de mantequilla azucarada que mis padres habían encargado en la Confitería del Joaquín. Y en el chocolate que la acompañaría, servido en una taza de bordes dorados y platito a juego donde podía leerse Mi Primera Comunión. 

Como a Jesús hay que recibirlo en ayunas, hube de someterme al acicalamiento propio de primeriza comulganta con el estómago vacío. Para la ocasión, mi madre le había pedido a una parienta peluquera que viniera a arreglarme. Mi progenitora siempre se quejaba de que a ella no supieron sacarle todo el partido al vestirla de novia y quería desquitarse conmigo del trauma. Para ello no dudó en encasquetarme un postizo bien cardado encima de la coronilla en el que la peinadora entremetió una diadema de flores y brillos en forma piramidal. Desde lo alto del coco salía un velo de tul ilusión (la de mi madre, que no la mía) salpicado de las mismas protuberancias que la diadema.

Yo observaba mi transformación en el espejo del ropero de mis abuelos, mientras estos lloraban a moco tendido porque sonaba en bucle en el pikú la canción de Juanito Valderrama Mi niña estaba haciendo su primera comunión.

Sobre la camiseta y las bragas de perlé (que dejaban la tierna piel estragada) me pusieron una enagua larga y encima un cancán, rígido cual tela de gallinero. Por fin, el vestido de organdí, con cuello pegado a la garganta y cintura ceñida con tremendo lazo zapatero por detrás. En las manos, guantes, el rosario de la bisabuela y el devocionario de (imitación) nácar. 

¡Parece un novia, qué guapa está! decían las vecinas (antes, en los barrios, todos éramos una gran familia)

Tras varias horas de incienso y nervios por fin terminó la ceremonia. Sería media mañana y yo no había tomado nada desde la noche anterior, pero aún quedaba pasar por las casas de los conocidos para regalarles la estampita del recordatorio a cambio de unos cuartos que mi madre guardaba en mi limosnera, que, para quien no lo sepa, es un bolso de tela, indispensable en el trousseau. Como mis contactos no debían ser muy pudientes junté más chatarra que si hubiera estado mendigando en la puerta de la iglesia y mi cuerpecillo de seis años se escoraba hacia la izquierda. 

Todas las penas se me olvidaron al llegar a mi casa y ver al Joaquín trayendo en equilibrio la tarta de cuatro pisos culminada por una feísima muñeca de plástico, que ahí se lució el pastelero. 

Mientras las mujeres ponían la mesa para por fin desayunar y los hombres fumaban en el patio, mis primas, mayores que yo, me trajeron un vaso de tubo lleno hasta el borde de vino moscatel diciéndome que como no había comulgado bajo las dos especies debía beberlo porque si no iba a ir al infierno. Asustada y para eludir tan terrible porvenir, lo probé y en notándolo rico, empujé el vaso hacia arriba, alunarando de manchas rosas el traje. El efecto, dado mi ayuno, fue instantáneo.

La regañuza sería de órdago, pero no la recuerdo. Las zurramangonas de mis primas se hicieron las lilas, claro, y yo lloraba, pues veía a la tarta como una torre blanca que no paraba de moverse. Me dio un mareo y caí al suelo a pesar de que una de mis tías me agarró del postizo para evitarme el hocicazo, quedándose el pelucón y el historiado velo en sus manos. Lástima que ya se había ido el fotógrafo pues debió ser una bonita estampa.

La tarta, ni llegué a probarla.

D. W

*Fotografía inspiradora para el cuento sacada de un “meme” de internet 




 

 

 

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