jueves, 27 de abril de 2023

A BENEFICIO DE INVENTARIO

 A BENEFICIO DE INVENTARIO 

 

Trece, como los comensales de la última cena, son las bolsas de plástico que contienen los libros de toda una vida. La colección de “Clásicos Universales” encuadernados en tapa blanda, comprados por veinticinco pesetas cada uno en entrega semanal, ocupa cuatro de ellas. “Papá esperaba que los leyéramos, pero pasaron del kiosko a las estanterías. Solo se movieron en el ochenta y ocho, cuando quitamos el gotelé del salón” dicen los hijos, deseosos de librarse de los gruesos Anuarios (del sesenta y cinco al noventa y dos) y la infaltable Enciclopedia de veinte tomos más apéndices.

El ahora difunto jamás tuvo la satisfacción de ver leer a su prole. Él tampoco leía. Peón de albañil, porque no le dio nunca la sesera para subir a la categoría de maestro, llegaba a su casa arriñonado, con las manos picadas por el cemento ansiosas de hallar frescura abrazando un quinto de cerveza. Soñaba que sus hijos le salieran con gusto a las letras y por eso adquiría los libros que, a su juicio, los iba a incentivar a ser gente con estudios. En un intento de dar ejemplo los dejaba encima de la mesita baja unos días, pero nadie, excepto él que los ojeaba por si tuvieran alguna fotografía o dibujo, los tocó. Al final su mujer desterró los libracos, como los llamaba, al sótano, dejando sitio a la colección de películas en vídeo, cuya mayor ligereza no amenazaba con curvar las baldas del mueble bar. 

Aún así tuvo a bien indultar unos pocos ejemplares inconexos; novelas “Estefanía” y un manual de primeros auxilios. “La divina comedia” en papel cebolla y las obras completas de Álvaro de Laiglesia muy bien encuadernadas, que fueron encontradas por su marido en una de las obras en las que trabajó metidas en cajas de fruta, dispuestas para tirar junto a un tapa dura azul de los Testigos de Jehová, cuyo lomo le pareció que hacía bonito.

A pesar de todo, el finado siempre tuvo la esperanza de que los nietos apreciaran su inversión cultural, al menos los libros con fotografías preciosas de la máscara de Tutankamón, las ondeantes faldas de Marilyn o “Las Meninas”, que se desplegaban esplendorosas a doble página.

Tampoco esos le salieron lectores. Para entonces videojuegos y móviles habían quitado la gracia al papel impreso.

 

“Van para la biblioteca del barrio” se exculpan los herederos. Es poco probable que ningún volumen acabe en sus estantes, yendo como van, vistiendo el sayo del moho y con la puntuación saboteada por los gorgojos, únicos seres vivos que han saboreado tal patrimonio.

 

Los meten en el maletero del todoterreno con la frialdad de un sicario a su víctima. Y allá van, en su penúltimo viaje, pero sin llevarse lloros. Ni tan siquiera unas flores inodoras que hubiese cubierto el más barato de los seguros de deceso. 

D. W




 

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