jueves, 1 de septiembre de 2022

EL RAYO ROJO

 EL RAYO ROJO

 

A la enrritación sentida por volver a la escuela se me juntó, aquel primero de septiembre, el estallido de una tormenta. Mi abuela se descomponía con el primer rayo, acordándose de cuando se vio en el tejado huyendo de la riá del año siete. Ella sacaba su cruz de Caravaca del gavetín y la desplegaba, abanicándola contra su pecho, a la vez que imploraba misericordia a la patrona de las tormentas (de paso también de la Artillería, del Cuerpo de ingenieros y de todo lo que conlleve detonaciones):

 

Santa Bárbara bendita

que en el cielo estás escrita,

con papel y agua bendita,

en el seno de la cruz,

Pater Noster

Amén, Jesús 

 

Aumentaba la protección trazando, tras la puerta calle y en el suelo, una cruz con sal más torcía que un sarmiento debido al pulso temblón. Yo iba detrás y la enderezaba empujando los granos con mis dedillos de siete años, sentándome a su lado para que los gatos no la desbarataran y acabáramos ajogáos tós por un capricho felino. Entre tanto, mi abuela continuaba con la letanía:

 

Santa Bárbara bendita,

que en el cielo estás escrita,

con papel y agua bendita,

ese rayo martillado,

que no caiga en mi tejado,

ni en los pies de mi ganado,

ni en los brazos de la cruz,

Pater Noster,

Amén Jesús.

 

Mi padre se burlaba de tales chalauras, mi madre no decía nada y yo miraba a los adultos sin comprender tantos pareceres en tan poca gente “tres españoles, cuatro opiniones”, reza un dicho.

 

Pero aquel día, cuando la tormenta descargó su rabia sobre nuestra casa, di un aullido impropio de mi garganta inquilina de perennes anginas y temblé muertecita de susto. Mi padre reprochó de malos modos a mi abuela que hiciera de mí una miedica mientras mi madre quitaba hierro contándome que ese ruido lo hacía un vecino guasón jugando al aro sobre las tejas. Fue cuando una luz roja iluminó la antesala, como un largo parpadeo luciferino. Vi el rostro de mi padre mudar de la socarronería al espanto, a los santos que el mal enyesado dibujaba en la pared querer salirse de ella y hasta los gatos encorvaron el lomo como si fueran a partirse, escondiéndose debajo de las camas. 

Poco después la ira de Dios amainó y los grandes actuaron como si no hubiera pasado nada, pero yo, protegida por la inocencia de la infancia, vi en el rayo rojo el guiño satanesco y para mi caletre le di la razón a mi abuela.

Después del susedío no volvieron a hablarse yerno y suegra. Yo me reconcomo por averiguar quién leshe es el joío vecino que da por saco los días lluviosos. Tengo mis sospechas y algún día las confirmaré cuando se descuide y deje ver sus rasgos de Demonio Pinchapapas bajo la máscara de tío perita. Cada vez que hay tormenta me asomo a ver si lo pillo, lo agarro del remate del rabo y lo despeño. Lo juro por Santa Bárbara bendita, Amén.

D. W




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