viernes, 22 de abril de 2022

BAJO LA CAMA

 BAJO LA CAMA

Lo primero que ve son dos burbujas de luz bailando en el techo. Deslumbrada, se lleva la mano a los ojos y desaparecen, efímero encuentro del último sol con su pulsera. 

Un rato antes se había tumbado en la cama presidida por un mural de girasoles, con la intención de descansar la vista, pero acabó durmiéndose. “Toda la tarde desperdiciada -lamenta y rectifica- ¡que más dará!”.

Desperezándose, arroja a una silla el vestido arrugado y la ropa interior. Tras media hora sale del baño ligera, el chorro de agua le ha arrancado quince años.

Sentada al borde de la cama abre las piernas y dobla la cintura. El cabello cae ante ella como un manojo de algas que va desenredando con los dedos. La postura le descubre pelusas bajo la cama y no le importa, cuando hasta ayer mismo hubiera armado un escándalo.

Ya casi acaba, le duele un poco el cuello y va a erguirse cuando lo ve. Al principio guiña los ojos, forzándolos para distinguir si es lo que parece. Después se arrodilla, mete la mano y tantea. En efecto, hay un libro bajo una pata del somier. Una chapuza para solventar algún extravagante accidente mobiliario.

Haciendo fuerza con el hombro y tirando a la vez con la mano contraria lo rescata. Ahora el colchón se ha vuelto oscilante.

Inspecciona el libro, “Moll Flanders” se lee en letras dorado óxido. “¡Pobre!” -le duele casi igual que si fuera un cachorro abandonado- “debería poder denunciarse el maltrato literario, los libros no sientenpero hacen sentir” -filosofa mientras lo abre- Moll le cuenta su historia tricentenaria, que puede estar pasando ahora mismo, en un lenguaje arcaico que sabe a vino añejo.

 

El hambre llega sin avisar; saca un vestido de una de las maletas y baja a recepción donde hay una máquina expendedora de bazofia para nómadas, pero las tripas del artefacto están más vacías que las suyas y pregunta el por qué al recepcionista.

 “Lo siento, Madam, se ha averiado, pero si gusta disponemos de servicio de habitaciones” -y expresándose en un inglés perfecto le tiende el menú-.

  —Tomaré un sándwich vegetal y speculaas -saliva recordando el sabor de las galletas.

  —Tenemos carta de vinos -apunta él-. Ella alza las cejas “¿cual elegiría usted?” -se arrepiente de su audacia, quizás crea que está coqueteando-. El hombre estira los labios, curvando el recortado bigote pelirrojo y le recomienda un tinto de Maastrich “excelente”. Ella, atreviéndose a sostener la mirada, acepta “confiaré en su criterio”. El hombre ultima el pedido con la fórmula de rigor:

  —¿El número de su habitación, por favor?

  —Tres, cinco, tres -pronuncia ella como cantando.

Va a subir cuando él añade: “Madam, no ha precisado usted si quiere las speculaas especiadas o especiales” -hace hincapié en la última palabra, achinando los ojos que parecen negros en contraste con las desteñidas pestañas. Ella lo piensa un segundo e indica, formando una tímida V con dos dedos, que las segundas.

 

La canela, la nuez moscada y el vino son tornados agitándose en su boca, multiplicando por un millón las diez mil papilas gustativas. Moll le dice que la suerte favorece a los intrépidos y la cama la mece sacándole risas, como a una niña en un balancín.

D. W

 

 


 

 

 

 

 

 

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