domingo, 6 de marzo de 2022

AQUÍ NO HAY ESTRELLAS

 AQUÍ NO HAY ESTRELLAS 

                                                                      (I)

Él ocupa el asiento más cercano al conducto renovador de aire. Ella se acurruca al otro extremo del sofá, casi sobre el brazo. Solo la luz del plasma ilumina los rostros. El hombre zapea, maldiciendo porque las antenas todavía son incapaces de captar los programas de su gusto. Claudica con un documental sobre naturaleza. Las imágenes, gracias a la avanzada tecnología de cuarta dimensión, son tan vívidas que impregnan el ambiente del añorado aroma a lluvia, transmitiendo la humedad ardorosa de la extinta selva. Ella se levanta y frota sus pantorrillas, al echar el paso se le nota la cojera. 

  —Tráeme agua -dice brusco, y añade en tono amable- por favor.

El color azulado del líquido indica su óptimo grado de potabilidad. Llena el vaso y lo sirve en bandeja para que no estropee la mesa, único recuerdo que conserva de su hogar terrestre. A pesar de la pequeñez del habitáculo tarda demasiado en la maniobra, y eso que su pierna lastra menos gracias a la gravedad más liviana que le permite prescindir de la muleta.

Él bebe y desliza el vaso sobre la superficie taraceada, mojándola. Se oye cómo la madera oscurece. La mujer traga un suspiro y retira ambas cosas, pasando la manga con disimulo para enjugar el cerco. El hombre pone los pies, calzados aún con los coturnos emplomados, encima del tablero, arrancándole crujidos de huesos rotos.

 

                                                                       (II)

De entre todos los cachorros de la camada el muchacho elige al nacido con dos patas. ¡Qué buen corazón! le alaba su madre. Pero es porque sabe que ese animal incompleto preferirá tenderse a sus pies antes que escaparse tras las hembras. 

De mayor sueña con poseer la belleza imperfecta, aquella que no sea apetecible para otros. Para conseguirlo solo debe quebrarla después de ganar su amor creándole la ilusión de vivir en eterna primavera. Cuando aperciba que el invierno está dentro de él, será tarde. Luego no costará convencerla de qué los dos forman un universo perfecto donde nadie más tiene cabida.

El día más luminoso, de sol unigénito, es el escogido para la transformación. Dispone la escena con el mismo temple con que aquella tarde cegó al canario para que la tristeza acrecentara los matices de su canto. Ella, indefensa por la confianza, sólo ve por sus ojos. Él no duda en encarnar el papel de amante ofendido y reprocharle la falta inventada bien envuelta en celofán:

   —¿Que le miras a ese?

  —¿A ese quién?

  —¡No me tomes por tonto!

Desde el suelo, a contraluz, ella nota la sombra masculina colonizando su cuerpo, como un ácido derramado que corroe sus alas de mariposa sorprendida. Las manos del hombre anidan en sus axilas, tirando de ella para comprobar el éxito de su anhelo. Ahora lo amará tanto como lo quiso su primer perro.

  —Esos tacones desorbitados tienen la culpa, sabes que yo jamás te haría daño - El tono es igual que si regañara a una niña. Lo suaviza para consolarla: no te preocupes, yo siempre cuidaré de ti.

Antes de perder el sentido se ve a sí misma traspasada por alfileres, sujeta a un tablero tapizado de fieltro, tras un cristal.

 

 

                                                                        (III)

El plasma sigue emitiendo mientras él ronca. Ahora reponen por milésima vez el documental de la llegada de los primeros habitantes a este maldito secarral. Sabe de memoria el minutaje, el segundo exacto en que los enfocan. Todos los colonos están de espaldas e indistinguibles dentro de los trajes para actividades extravehiculares, pero ella se reconoce por su vaivén asincrónico. Los micrófonos no recogieron lo que el hombre deslizó en su oído a través del intercomunicador: aquí seremos felices, sin nadie que nos distraiga al uno del otro.

Descorre las cortinas y eleva las persianas. Los ventanáculos son estancos, la ventilación la proporciona la bomba de electrólisis. El hidrógeno se arroja al espacio quedando el oxígeno, un oxígeno que huele a mohopero lo bastante respirable. Este a su vez también se recicla, el agua que beben no es más su aliento descondensado. A veces se escapan gotas que crecen y rebotan contra el techo, recordando a las canicas. Si tuvieran un gato jugaría con ellas, pero no hay espacio para mascotas en este remedo de vida espacial.

Los tres soles nunca se apagan, rojizo, ambarino y glauco. Son astros inamovibles situados en vertical, como un semáforo. Vivir en perpetua claridad es todo un ahorro energético. Aunque no se vean jamás las estrellas. Aun cuando para dormir necesite somníferos y escudarse tras la cubierta de cristal nanotécnico, que a ella le parece un sudario, una paletada más de tierra cada día sobre su féretro.

Rendida por un peso para el que no fue hecha, la mesa también ha empezado a renquear. En esta colonia inhóspita no hay carpinteros. No hay casi nadie.

Nuevo planeta, nueva vida, había dicho él. 

En su boca, la palabra vida huele a burla.

D. W



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