domingo, 20 de diciembre de 2020

¡ZAPE!

  

¡ZAPE!  (1943)

“Lah pascuah encima y la ruina también... virgencita del Carmen ¡que ganitah tengo de podé llevá pan blanco a la mesa!”.

Marcelita servía en casa de militar lavando y remendando ropa que debía planchar dos veces por semana. Lo hacía con sumo cuidado, poniendo trapos blanquísimos entre la prenda y el artilugio repleto de brasas incandescentes, no fuera a malograr el uniforme del señor o el bordado embozo de una sábana. 

No le pagaban malamente, incluso a veces caía alguna cosilla rara de catar en malos tiempos. El ambiente de la casa era totalmente marcial; casi a toque de corneta se fijaban los horarios de la numerosa tropa pero la comida no tenía nada de rancho, privilegios de quienes velan por la patria.

Era digno de ver a la capitana durmiendo a sus hijos cantándoles el pasodoble de “Las corsarias”, sentada muy derecha en medio de las dos cunas, meciéndolas al compás .

—Banderita tu eres...

—Doja, - contestaba el mayorcito con media lengua.

—Banderita tu eres...

—Alda, -contestaba el benjamin con cuarto de ella.

Y así se quedaban dormidos, soñando que hacían una guerra con rifles de caña, embadurnados en salsa de tomate, sobrevolando la España reconquistada en una avioneta de tiovivo tripulada por el guerrero del antifaz. 

A Marcelita una súbita le quitó su nene, siendo aún de teta, y esta estampa siempre le sacaba las lágrimas. Enviudó pronto, ya no tendría más niños a los que arrullar, quedándole sólo en el mundo una hermana, cuñado y la sobrinilla morenucha que le tenía sorbido el seso. La niña crecía endeble, tragando más que nada aceite de hígado de bacalao para robustecerse y de ricino para purgarse (de no se sabe qué empacho si no comía). Pero así eran las cosas entonces.

A Marcelita se le fueron los ojos cuando entró, la víspera de Nochebuena, en la cocina. 

Una pirámide de albóndigas gordas como bolas de billar desafiaba la gravedad. “Son de carne de caballo”, -le confesó la cocinera-, los viejos pencos que ya no dan más de sí mira dónde acaban...”.

A Marcelita le dio repelús.

—Con salsa de almendras estarán fetén, -seguía diciendo la guisandera- y mira, esto es pan de molde, tierno como el agua, má encargáo la señora que haga canapies.

—¿Eso que é?.

—Pos unas rebanaillas de pan con toa clase de cosas por encima, a cual má güena. Un cachillo jamón con manteca Flande, tortilla, queso, bayonesa con espárragos, atún...

A Marcelita se le aguaba la boca oyendo el menú, estando como estaban a dieta de maimones y jurelillos cuando se pillaban. Se hizo paparreta pensando en lo contenta que estaría su niña si estas fiestas pudiera regalarse el pico con esas chalauras tan ricas. De momento tenían pensado poner coliflor en adobillo y detrás torrijas de pan negro, apenas manchaillas de azúcar. 

El diablillo azufrado que todos llevamos dentro le empezó a pinchar.

La señora le había ordenado que saliera un poco más tarde en Nochebuena “me tienes que planchar primorosamente, vienen a cenar compañeros de promoción del señor y no quiero quedar como zarrapastrosos. Mira, -le dijo poniendo en sus manos un sobre, -aquí tienes el aguinaldo, y en la fresquera un culillo de mortadela para que lo comas a nuestra salud, después se lo pides a Herminia. 

Marcelita, entre vapores, iba dejando la ropa niquelá. Tras terminar cada prenda las llevaba al dormitorio de cada cual dejándolas perfectamente acomodadas en perchas, enganchándolas a las lámparas del techo para que no arrastraran los vestidos y cubriendo los galanes de noche con chaquetas de brillantes entorchados. En cada viaje pasaba por delante de la mesa tocinera donde descansaban las bandejitas con los canapés. Daba gloria mirarlos, tan chicos y coloríos.

—Toma, -le dijo la pinche, -he sisado dos de gambas con bayonesa, no se ha dao cuenta nadie porque como me pusieron a pelarlah me las guardé ante. Se come de un bocao.

Nunca había paladeado algo tan delicioso. Hubiese querido alargar el gustillo pero la otra le instigaba, “trágala, que no nos pillen”.

El cuarto de plancha estaba dispuesto después que la cocina y cerca de la fresquera. Un ventanuco que nunca se abría le daba algo de luz.

—Herminia, ¿me jase osté un favó, podría entrabrí la ventana...?, con el caló de la plancha me va a dá er colorín.

—Gueno, una rajilla ná má a vé si van a entrá bichoh.

No pasaron diez minutos cuando se sintieron unos gritos, “¡Zape, zape, joíoporculo gato!, ¡barrabá!”, choques metálicos contra el suelo, escobazos y más chillidos.

Acudieron al cuarto plancha en tropel todas las féminas de la casa tal agustinas de Aragón.

—¡Ay, que he salió un momentillo a dejar su vestío y en esto... un gato negro mu grande ha entrao y lo he pilláo comiéndose a dos carillos los canapies ...

—¡Que diusto, que enrritasión!, ¡Herminia, ¿no le tengo dicho que la ventana tiene que está cerraaaaaá?, - a la señora, que era de Competa, le salía el acento cerrado cuando reñía.

Marcelina se inmoló, echándose las culpas. 

Herminia abanicaba a su ama con el soplillo cocina, “no se apure usté que tó tiene apaño, podemo sacá aceituna pá redondeá el entremé.

—¡Que horró, como en una fonda...!

—O altramuce, -apuntilló la pinche. 

—¡Que bochorno, por Dió..., Herminia ponte a avía el resto de mortadela con una bechamé  ezpecita y mucha nué noscá, pá hacer croquetah. Si salen con barba San Antón y si no... la Purísima Concepción.

Dirigiéndose a Marcelita le espetó:, “te queas sin el culillo, no abrirás má la ventana no, en mala hora.

Volando volvía esa noche a su casa la planchadora. Al llegar estaba su hermana rebanando el triste pan negruzco para el postre. 

—Mirah, -cuchicheó llevándose el índice a los labios, brillándole los ojos traviesos-.

Dentro de la cajita de costura, una lata que alguna vez fue molde para dulce de membrillo descansaban, alineados con esmero de joyero, los celestiales bocaditos .

—¿Eso se come tita?.

—Si, ia, si, se llaman canapiese.

El gato negro y gordo resultó ser menuda gata estratega.

D. W

*A Rivas, por la evocación. 

*Publicado en “El Observador” el 11 diciembre de 2020



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