miércoles, 17 de junio de 2020

EL TRECE PÁ SAN ANTONIO

EL TRECE PÁ SAN ANTONIO 
Podía decirse a boca llena que Anita era una preciosidad de mujer y también que no tenía novio ni se le había conocido aunque desde que floreció se vio rodeada de un enjambre de aspirantes; sus padres le auguraban un matrimonio espléndido entre tanto donde escoger pero empezaron a preocuparse cuando, cumplidos ya los veintisiete, no veían atisbo de noviazgo alguno.
Ellos querían dejarla bien colocá, con un marido que la mantuviera sin faltas y le hiciera hijos, báculos de la vejez. Quedarse mosita viéha era el peor destino para una mujer.
_”Pero... ¿por qué no te acomoda ningún hombre”.
_”Porque miro a las casás y se me quitan las ganas, madre, barriga tos los años y ninguna libertá ná más que pa ir a la novena. Sin mentar a los maríos que zurran...”.
_”Mira, niña, al hombre hay que saberlo manejá, mientras meno tiempo esté en la casa má tranquila con tus sijos. Verás cuando seas madre como querrás al pedacito de tus entrañas...”
_”¡A cambio de aguantá al cacho canne del papá... !”
_”Anda, échate el mantón que vamos a vé una casa novia por si te entran ganas”.
Era usanza que las que iban a casarse enseñaran su hogar, en aquellos tiempos resumido en sala y alcoba.
La futura presumía del ajuar que había cosido desde que vio su primera sangre poniéndose colorada cuando abría el cajón de la ropa interior, prendas delicadas que en la práctica no llegaban a usarse, intimidad y figura se perdían al año cuando llegaba el primogénito.
Las mocitas casaderas pedían besar el culo del orinal que descansaba, orondo y sumiso a su destino, bajo la cama. Según una tradición un tanto asquerosa, el gesto garantizaba casarse antes de un año.
Anita se negó a hacerlo.
_”Otra igual que tú, Irene”, dijo la novia dirigiéndose a una de sus primas. La contrayente sabía que su prometido había pretendido a Anita recibiendo calabazas, “mejó pa mi” pensaba, pero en el fondo le soliviantaba el que a ella le pareciera  exquisito lo que otra desechara, la envidia por su belleza se volvió desprecio, “se cree más que nadie y acabará sola, preferible é tené un marío corriente que ninguno”.
Costumbre era también que las solteras hicieran la cama de los novios, Anita e Irene, las ovejas negras, se pusieron a ello. 
Una guasona entonó:
“San Antonio milagroso
yo te suplico llorando
que me des un buen esposo
porque ya me estoy pasando”.
Las carcajadas sonaron como cascabeles mientras las dos aludidas se miraban reconociéndose la una en la otra.
Se rozaron las manos con la excusa de dejar impecables los encajes del embozo y fue al enfundar la almohada cuando ambas sintieron en la barriga las cosquillas que dicen hace el amor, adivinando lo que nadie les había enseñado.
Fue la invocación al santo casamentero lo que las juntó así que nada pecaminoso vieron en su cariño.
Extrañó que alquilaran un cuartito donde poner su taller de costura viniéndose una del pueblo para vivir con la otra pero como las dos eran tan raras... además Irene no era bonita, la polio le dejó el regalo de un zapatón con el que se la oía cojear de lejos. 
Los trece de cada mes van a la iglesia y honran a San Antonio llevándole flores, son dos solteronas que causan risa, ¡que hubieran espabilado antes!. 
No piden lo que ya tienen, van a agradecerle.
Eso no lo sabe nadie.
D. W. 
*Ilustrado con “El beso de dos mujeres” , Toulouse-Lautrec 1892
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 12 de junio de 2020.


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