sábado, 22 de mayo de 2021

Ca’ ANTONIA

 CA’ ANTONIA  (1945/1975)

Nunca una tienda estuvo tan limpia como la de Antonia y Ginés.

La pequeña vitrina de los embutidos, situada a la derecha conforme se entraba, no desmerecía de la de un joyero con el queso bola rojo rubí y la mortadela Mina enlatada, cuajada de perlas.

Ginés sintonizaba la radio cada noche para oír el número premiado en los ciegos y lo colocaba en un cartel que simulaba un cupón gigante, troquelado para tal fin.

  —Hiné ¿cual ha salío? -preguntaban los parroquianos-

  —Un quebraillo de dó, ¿tá tocáo?

  —¡Mecachi en tó, por uno no trinco!

Siempre estaban, la tienda era parte de su casa. Ignorando almanaque y reloj en oyendo la aldaba salían a despachar, gastando libreta en apuntes sin ser estudiantes.  Muchas notas se cobraban a principios de mes.

Tenían de todo: conservas, cervezas Victoria de litro y optalidones a granel; imposible calcular cuantas jaquecas, malos cuerpos y peores reglas aliviaron a mujeres en tres décadas.

Tras el mostrador, que era bien alto, dispensaban el tipo de ultramarino modesto que se gastaba en el barrio, ordenados en la estantería gris que ocupaba todo un paño.

La cesta venia de la tienda llena de paquetitos primorosos: canela en rama, cuarto mitá de azúcar y quesitos sueltos. O un solo yogú, no todos tenían nevera.

Ginés, que era grande y fuerte, compraba resmas de papel estraza y las llevaba al hombro hasta su tienda. Él era la memoria de las olvidadizas que no echaban los garbanzos en remojo la víspera, ella la confidente de desahogos y penas. 

Mientras se esperaba la vez las niñas empezábamos a sospechar de lo que iba la vida, escuchando las intimidades susurradas. Llegarse a ca’ Antonia era ir por comestibles y consejo. O a enseñarles los dibujos que hacíamos en el colegio; como no tuvieron hijos nos adoptaron a todos un poco. 

Recuerdo su escalón de macael, el olor alimenticio, la manivela nacarada del cortafiambres.

No existe ya la casa y ,sin embargo, muy vivos permanecen mis recuerdos; aborrezco volver a la calle de mi infancia. Lo hice por obligación una vez y me enfermé de alma.

Y sin “ortalidón” que me remediara.

D. W

*Publicado en “El Observador” el 21 de mayo de 2021



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