jueves, 8 de octubre de 2020

EL PRETENDIENTE

 EL PRETENDIENTE   (1885)

Cuando su padre murió le dejó una modesta pensión y algunas rentas, suficientes para estudiar o hacerse un oficio pero prefirió comérselas directamente. 

Dos únicas aficiones tenía el pollo, recorrer fervorosamente las estaciones de “Siete revueltas” donde jugar perdía la acepción infantil del verbo y su melena, de un rubio natural ondulado que hubiese hecho bizquear a Botticelli. 

Al tahúr le vino racha huracanada despeinándolo, contrayendo deudas inasumibles para tan corta bolsa. A su madre, que se hacía la ciega, los feroces charranes le abrieron los ojos. Ni vendiendo lo que tenían bastaba para cerrar la pupa. 

Como trabajar no se contemplaba decidieron que un braguetazo arreglara el asunto.

La elegida fue una hija de prima segunda que pasaba la treintena, heredera de varias bodegas, fincas y casa en la Alameda.

Era agraciada pero espantaba a los pretendientes un asunto habido con un torerillo que la malogró, desapareciendo después tras la barrera. No ingresó en convento por ser su padre de buen alma pero la chiquilla quedó marcada, abocada al cierro como canario a la jaula.

Poco escrupuloso era nuestro Sansón y pasó a cortejar a la heredera coincidiendo con ella en misa y ofreciéndole de su mano el agua bendita, el lejano parentesco dio pie a la conversación y el taimado entró en su casa.

El padre, como es natural, pidió informes del interesado a vinateros que frecuentaban “La Escribanía” y la casa de “Manolillo la Jigona”, resultando ser por allí mas conocío que la ruá. Una vez empapado de tó hizo sus cuentas.

Llamó al pretendiente preguntándole a bocajarro por sus intenciones.

—Tomar a su hija cristianamente por esposa y hacerla muy feliz. 

—Le supongo al tanto del desliz de la desdichada.

—Habladurías maledicientes!, pero aunque fuese verdad el amor profundísimo que siento por ella me hace perdonar su falta.

“¡Canalla!” pensó el hombre, pero autorizó el noviazgo.

Se iba a anunciar la buena nueva el domingo, tras una comida familiar a la que acudirían los íntimos.

Encargó el bodeguero a la cocinera que comprara bacalao pidiéndole algo que la asombró: “guárdame er pellejo y me lo  traes esta noche al despacho”.

Llegó por fin el día tan deseado por la niña, el novio y la suegra.

Celebróse el almuerzo y a los postres salieron al patio. Estaba la parejita bajo un jazmín recibiendo parabienes cuando el dueño de la casa, señalando a las alturas sobre la testa del novio gritó: “¡Valiente salamanquesa más gorda!”.

El melenudo, creyente acérrimo de la leyenda que culpa a estos diminutos dragones de escupir y dejar calvo, se puso a resguardo bajo el polisón de su novia, chillando femenilmente, “ay, mis guedejas!”.

Quedó patente ante todos la cobardía y el “amor” del pretendiente .

La muchacha lloraba, evaporado su sueño nupcial pero secó las lágrimas con el informe que le presentó el padre, “además la salamanquesa era de mentira, la recorté del pellejo del bacalao, mira”. Sacó de un cajón la silueta escamosa, sus ojillos de clavos de olor  parecían decirle:

“¡De buen moscardón te libráo!”.

D. W

*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 2 de octubre de 2020.








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